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lunes, 1 de octubre de 2012

Ella, él y la otra. (II)


Él

¡Espera, Carlos! ¿Ves esa mujer acompañada de un hombre alto y corpulento? Sí, esa que está subiendo a un coche. Ahora su rostro está cubierto por demasiados afeites, y su faz parece hosca, pero su cuerpo sigue siendo como cuando la conocí. Era alta, y, ni delgada ni gruesa; perfecta pienso yo.

¿Y me preguntas, que quién es? Fue mi segunda mujer. ¿Que te lo cuente, me dices? No sé, sólo deseo olvidar.

Ella entró al servicio de mis padres, parecía una mujer, pero... era una niña, quince, dieciséis años, quizá; yo le doblaba la edad. Su rostro parecía cincelado, como la pureza absoluta, sin corromper. Sabía cuándo ella estaba cerca, sin verla, sin oírla, era como un sexto sentido que me erizaba la piel. 

Un día que estábamos solos, en el salón, hablé y hablé. Ella callaba. En sus ojos había un interrogante y un velo de rencor cuando le pedí que fuese mi amante. Le ofrecí todo: un piso, coche, dinero, todo lo que deseara, pero ella se negó.

Me marché, fui por Europa, dando tumbos. De acá para allá, sin una meta, sin saber. Sólo deseaba olvidar. Unos años después volví. Me instalé en otro piso de la familia, con un criado. Una vez a la semana visitaba a mis padres, ella seguía allí... pero jamás crucé mi mirada con la suya.

Algo después, conocí a mi primera esposa. Era una mujer muy bella, culta, que brillaba en sociedad. Creo que me amaba. Tras unos días, me aburría, no podía soportarla. Notaba que los hombres la admiraban, su conversación resultaba muy agradable, vestía justo para la ocasión, y se encontraba en la plenitud de su belleza. Pero... yo no sentía celos, y tampoco el orgullo natural de ser su marido.
Y así pasaron unos años, ella intentando hacerme suyo, y yo... cada vez más frío. Este tiempo para mí, no significó nada, fue un paréntesis vacío en mi vida. Ni la veía, ni la sentía, era... como si no existiera. Ella se dio por vencida, y ya no luchó más. ¡Al fin pude descansar! 

Y de pronto, el mundo, mi mundo, cayó sobre mí. Ella, mi secreto, lo oculto, desapareció. Pensé que enloquecía. Varias agencias de detectives puse en su búsqueda, pero todo fue en vano. No iba a trabajar, no salíamos, apenas comía y dormía. Pegado al teléfono permanecía, sin saber para qué. Después de varios meses, que me parecieron años, cuando ya languidecía y la vida no tenía ningún aliciente para mí, el teléfono sonó: era ella. Me estaba esperando en un pequeño hotel. Salí de aquella casa sin volver el rostro, sin decir adiós. Salí para no regresar jamás.

En el hall, con un par de maletas, la encontré. El hotel era ligeramente equívoco. Tomé su equipaje y la llevé a un pequeño y coqueto hotel, situado en la zona más selecta de la ciudad. Allí  tomé una habitación para ella, y la dejé instalada. Yo me acomodé en otro hotel cercano; no quería que nadie murmurase y tampoco forzarla con mi presencia.

Al día siguiente, abrí una cuenta a su nombre. Ingresé en ella una pequeña fortuna, y le llevé una tarjeta de crédito, para que ella pagase sus gastos. Durante el día, cada uno estaba atareado: ella de compras y yo en mi trabajo y preparando el papeleo para el divorcio. Por las noches, todas ellas, salíamos a cenar, y así la fui conociendo. Parece ser que estuvo trabajando en casa de unos ingleses; también me contó que había tenido un amante y con él había viajado. Desde luego, el cambio había sido, espectacular, tenía una pátina que sólo se adquiere con la práctica, con el saber estar.

Yo la miraba embelesado, pero no la oía, me parecía todo bien y normal. Ella había tenido su vida y yo también. En ningún momento pretendí subir a su habitación; era para mí el ser más puro, no podía ofenderla de esa forma.

Pasadas un par de semanas, se puso en contacto conmigo el director de la sucursal donde le había abierto la cuenta (también era mi banco), y me dijo que estaba en números rojos. No me lo podía creer, ¡era mucho dinero! Bueno... pensé sonriendo, no sabe cuánto puede gastar, todo es nuevo para ella. Y le ingresé una cantidad similar. Era muy caprichosa y con fuerte personalidad. 

Rápidamente se cambió a una suite: decía que entraba ruido en la anterior habitación y no podía dormir. Cuando salíamos a cenar, siempre terminábamos en el restaurante que ella deseaba, y cuando el maître nos aconsejaba sobre alguna especialidad, ella aceptaba, pero nada más probarlo, decía que no era de su agrado, y pedía otra cosa. Curioso, me hacía sonreír. Cada noche, yo le llevaba un presente, una joya, un detalle, siempre lo mejor, todo me parecía poco para ella.

Justo a los seis meses, obtuve el divorcio y al día siguiente nos casamos. Nos trasladamos a un bonito chalet, en las afueras, y ahí empezó nuestra vida en común.

Poco después murió mi madre. No fue algo que me afectase demasiado, no había aprendido a quererla. Se fue como todos tenemos que marchar...

Como es lógico todos los efectos de valor pasaron a manos de mi esposa.

En las primeras semanas de casados, todo fue bien. Me sentía muy apasionado y pensaba que ella también. Con el tiempo, cada vez fui encontrándola más fría, como si hacer el amor para ella fuese un acto mecánico, no una expresión de amor.

Iba poco a la fábrica, no estaba controlando bien el trabajo, no podía alejarme de ella, era como un imán. Un día, mientras ella estaba de compras y yo en el dormitorio, sin ganas de hacer nada, abrí parte de los muebles donde ella solía dejar sus cosas íntimas; quería algo suyo, necesitaba su olor.

Vi unas cartas del banco; aún permanecían cerradas, y celoso como soy, como era, las abrí. Me quedé conmocionado. Ella había abierto una cuenta, con cantidades bastante importantes. Pero... lo que más me preocupó es que coincidían esos aumentos en su cuenta con pérdidas que yo notaba de mi cartera, delos bolsillos de mis pantalones. Cerré las cartas con cuidado y me fijé, en que todo estaba lleno de joyas, llamativas, vulgares, pero... piedras preciosas, al fin. Creí que estaba amasando un capital; que tenía miedo de que yo algún día la abandonase.

Entonces, para su tranquilidad, amigo mío, le puse todo a su nombre, menos la fábrica, porque en realidad, no era sólo mía. Ciertamente tenía la mayoría de las acciones, pero había varios socios.

Y continuamos así, ella con sus gastos locos y yo loco de amor.

Una noche que hacíamos el amor, se quedó la lámpara de la mesilla encendida: deseaba ver su rostro encendido de deseo, rendido a la pasión; con los párpados entornados, la miré, y vi, su mirada neutra, perdidos sus ojos en no sé qué, y en la boca tenía un rictus de desagrado, de aburrimiento, de asco ¡sí, Carlos, sí¡ era asco lo que reflejaba su cara. Percibí que estaba sirviéndome nada más, ¡Por Dios!

Ya no volví a reclamar el cuerpo de mi esposa. Llegaron los embargos, y también los amantes, mis amigos me advirtieron.

Y pedí el divorcio. Ella se quedó con todo, me daba igual; también perdí la fábrica. Y así, Carlos, vivo ahora, sólo esperando el final de tanta vida errada.