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sábado, 13 de abril de 2013

El Juicio de Dios (III)

No olvidéis amigos míos, releer las dos entradas anteriores.

El comportamiento de los dos primos, Isabel y Roberto, fue el detonante de la llamada “Guerra de los cien años”, entre Inglaterra y Francia (no es que estuviesen luchando un siglo sin parar: había luchas, descansaban y volvían a empezar).


La élite social llevaba prendida a la cintura una bolsa, también llamada limosnera, donde guardaban un pañuelo, dinero, o cualquier cosa pequeña que necesitasen. Estas limosneras estaban adornadas de joyas, eran preciosas. La familia real, tenía que anotar, dar cuenta de las joyas o adornos que tomaban del tesoro, para su uso personal. Pero... un regalo entre parientes, no necesitaban dar cuenta de ello.

Esto fue la trampa: encargó la reina Isabel, tres preciosas “limosneras” como regalo para sus cuñadas, de gran valor, y Roberto de Artois, se encargó de llevar el regalo. Pero no de dárselo directamente, para que no sospechasen las tres princesas.

Cuando los amantes de las primas, vieron las bolsas, se encapricharon de ellas, y comenzaron a demostrar celos, y aunque ellas aseguraron que eran regalo de Isabel, no cejaron en sus “morros” hasta que Margarita y Blanca, se las ofrecieron (quiero recordaros que Juana, casada con el segundo hijo del rey, no cometió adulterio, pero sirvió de alcahueta para llevar y traer recados, en ambas direcciones, o sea, de su prima y de su hermana, para sus amantes y de estos para ellas).

Donde se reunían los adúlteros era en la torre de Neslé, una parte del castillo que estaba aislada, y Margarita había solicitado de su esposo, el heredero, para, según ella, estar más en contacto con su Creador, durante sus oraciones.


Cuando Roberto vio que los hermanos lucían orgullosos las bolsas regalo de Isabel, mandó a ésta un correo, para que volviese a Francia, con la excusa de ver a su padre.

Los amantes, una noche saliendo de la torre de Neslé fueron apresados y encarcelados, por orden de Roberto.

La reina Isabel llegó y habló con su padre, sobre el adulterio. El rey, Felipe el Hermoso, quedó destrozado. Los príncipes, encolerizados, el heredero había tenido una hija con Margarita, pero ya no creyó que fuese suya. Él quería que fuesen condenadas a muerte. El segundo hermano, estaba muy enojado, pero... no tanto, porque su mujer no le había sido infiel, y el benjamín, que todavía casi era un niño, amaba a su mujer, Blanca, y éste lloraba de dolor y estaba dispuesto a perdonarla.

Pero el heredero, qué más tarde sería Luis X, llamado el Obstinado, se empeñó en un castigo ejemplar: serían condenadas, de por vida, a una fortaleza, donde se les trataría duramente; fueron cortados sus cabellos, rapados, y vestidas con un sayal, oyeron su sentencia.

Margarita, la esposa del heredero, la escuchó con la cabeza erguida. Ella odiaba a su esposo, y era reina por derecho.

A Juana, se la trasladaba a un convento, donde moraría hasta su muerte. Ese al menos era su castigo y Blanca lloraba, porque lo suyo era un capricho, no pensaba que tuviese importancia, era una forma de entretenerse, como otra cualquiera. Camino de su enclaustramiento, las obligaron a presenciar el castigo de sus amantes.

Poco quedaba de ellos. Todos sus huesos habían sido rotos, uno a uno. Ya en el cadalso. El verdugo, hizo unas incisiones en su piel y esta les fue arrancada, poco a poco, muy despacio, para que enloquecieran de dolor; más tarde cortaron sus testículos y su pene. Después (supongo qué estarían muertos al llegar a esos momentos) rajaron sus cuerpos y extrajeron las vísceras, las cuales echaron a un cesto, trocearon sus cuerpos y sus cabezas pusieron en picas; mucha gente presenció este tormento, pocas veces eran nobles los condenados.

Margarita, altiva, no mostró dolor ni pena, en realidad su amante no significaba nada, era un instrumento para ella, una forma de venganza contra su odiado marido; Juana, triste y angustiada, y su hermana Blanca, se desmayó.

Todos en la corte, andaban con los ojos bajos, ya no era la corte alegre de antaño, una pesada carga se cernía sobre ellos.

Unos meses más tarde, el rey salió de caza, sus monteros le habían asegurado que un ciervo, con una
gran cornamenta, pastaba por esa zona y se alejó de sus caballeros y siguió las huellas del gran macho. De pronto, lo vio y un rayo de sol, cayó sobre su testuz y allí formó una cruz (o al menos eso se cuenta en las Crónicas), el rey quedó cegado, un estallido notó en su mente. El caballo no respondía al jinete, sus miembros estaban laxos, se precipitó hacia el suelo, pero su pie quedó enganchado en el estribo, y el bruto corrió y corrió sin control y el cuerpo del rey arrastraba hasta que se calmó, y parose. Horas más tarde, sus servidores, le encontraron aún con vida. Le llevaron al castillo más cercano. Doce días tardó en morir. Un pequeño espacio de tiempo, había pasado, desde el ajusticiamiento del gran Maestre de los Templarios y su maldición. Unos la recordaban y otros, pretendían olvidarla.

Sus herederos, malditos, maldecidos todos, fueron muriendo, deprisa, sin descendientes varones. Unos de muerte natural y otros ayudados, enviados al Hades por la codicia, el deseo del poder, la lujuria, y la vanidad. En catorce años, los tres herederos naturales del rey Felipe IV, llamado el hermoso, pasaron por el trono, reinaron. Más tarde, otra rama de la familia, la más cercana, llegaría al poder. Pero, recordad que seguían malditos. Y la Orden del Temple, continuaba, fuerte, en la clandestinidad, contaba con muchos seguidores, importantes, decididos a que la “Maldición” se cumpliese.

Doy por finalizado este tema pues no deseo cansaros. No obstante, si más adelante lo deseáis se puede ampliar con (por ejemplo) la vida de la reina Isabel de Inglaterra y su amor por un noble, que alteró a todas las Cortes de Europa y al Papado de Aviñón.

Hasta pronto, mis amigos.

viernes, 5 de abril de 2013

El Juicio de Dios (II)



 ¡Hola amig@s! Recordad que para entender esta segunda parte, es imprescindible haber leído la entrada anterior.

¿Recordáis la maldición lanzada contra Felipe el Hermoso?- ¡Todos malditos hasta la séptima generación!

Como os dije, el rey tenía tres hijos y una hija, todos casados. Estos matrimonios reales eran uniones de Estados; lo más importante era la herencia que los contrayentes aportaban. Se inscribían en la niñez; cuando la niña alcanzaba la madurez sexual, se celebraba realmente el matrimonio.

A Isabel, la hija del rey, la habían desposado con el rey inglés, Eduardo II de Inglaterra. Ella deseaba amarle y ser amada. Era una mujer muy especial; los genes de su progenitor se adivinaban en ella, considerablemente: bella, inteligente, muy culta y con un sentido amplio de servicio al Estado.



Pero las cosas, rara vez son como deseamos.

Poco a poco o quizá muy deprisa, ese amor fue convirtiéndose en odio y repulsión. Rodeada de sus damas, que ella había llevado de Francia, más algunas otras que, ella sabía, la espiaban por mandato del rey.

El monarca, siempre estaba ideando nuevos cambios en los alrededores del palacio, en los cuales, se aprestaba junto a los trabajadores a echarles una mano. Lo que sucedía es que los hombres, desnudos de cintura para arriba, le producían una alocada sensación de plenitud, mientras reía extasiado, apoyado en su amante de turno.

Isabel, oía estas risas, que a ella la entristecían mortalmente. No luchaba en buena lid contra otra mujer, que desease su puesto. No, el rey tenía amantes masculinos. Únicamente cuando los nobles le recordaban que debería tener una descendencia importante, los niños morían con mucha facilidad, se acercaba a su esposa, pero antes de penetrarla, delante de ella, tenía que ser acariciado por su amado, para poder cumplir con su deber.

Hacía tiempo, cuando Isabel se percató del problema, habló con su padre, el rey, y le dijo: “Señor, no soy feliz con el hombre que me disteis por esposo”. Él la contestó: Señora, no os casé para que fueseis feliz, sino para haceros reina.

De vez en cuando, hasta la corte inglesa, viajaba Roberto de Artois, primo de la reina, para visitarla, llevar o traer correspondencia y también porque, en el fondo, Roberto de Artois, estaba enamorado de Isabel, aunque el enamoramiento en él era muy subjetivo: en el fondo, se sentía atraído hasta por el palo de una escoba. Era un hombre grande, imponente, con una fuerza brutal, muy velludo, sus músculos se notaban a través de las ropas, las mangas y los calzones parecían prestos a estallar. Sudaba mucho, y su olor resultaba muy desagradable, aunque no le temía al agua, pero... al comer en gran cantidad, esencialmente carne de caza, su piel ya estaba impregnada de dicho “perfume”.

El de Artois, tenía una fijación muy importante y todos sus actos giraban a su alrededor. Cuando Roberto era aún un niño, su padre, Felipe de Artois, murió, y su abuelo (Roberto II) antes de lanzarse a la batalla, testó a favor de Roberto III (nuestro Roberto) pero... la hija de Roberto II, se apoderó del condado-par con el beneplácito real. (Esto quiere decir que el condado llevaba aparejado el título de par del reino; este título, sólo lo ostentaban los familiares del rey. Había seis pares laicos y seis religiosos, sólo podían ser juzgados por sus iguales, y portaban corona y armas delante de su majestad.

Estas herencias siempre recaían en el sexo masculino, pero era tal el deseo de su posesión, que... Mahaut de Artois, condesa de Borgoña por su matrimonio, e hija de Roberto II, a la muerte de éste, convenció al rey Felipe el Hermoso, para hacerse con el condado. Ella a cambio ofrecía a sus dos hijas, para que contrajesen matrimonio con el segundo y tercer hijo del rey, y además cuando Mahaut muriese, el condado pasaría a manos reales.

El Testamento, con el codicilo expreso del condado para Roberto III, desapareció de los anales reales. Había una copia que guardaba El Canciller-amante de Mahaut de Artois (también fue Obispo de Arrás). Mientras ostentaba dichos cargos continuó siendo el amante de Mahaut y mantenía una relación muy afectiva con otra mujer del vulgo.

Roberto de Artois, después de saludar efusivamente a Isabel, con gesto muy compungido la comunicó, que sus hermanos, los tres, sufrían un ataque de cuernos. El mayor, Luis, primogénito del rey, estaba casado con Margarita de Borgoña, reina de Navarra, y con ella tenía una hija.

El segundo, Felipe, (conocido posteriormente como Felipe V el Largo) había desposado a Juana de Borgoña.
El más pequeño, tomó por esposa a Blanca de Borgoña.

Haré una fijación, para poder entenderlo mejor, Blanca y Juana eran hermanas y a la vez primas de Margarita. Las dos primeras princesas, hijas de Mahaut de Artois, primas y enemigas de nuestro Roberto de Artois

Ya más relajado, la puso al corriente de la historia, las tres princesas, o al menos dos de ellas, mantenían relaciones pecaminosas con dos hermanos, por supuesto ambos casados; el mayor pertenecía a la casa de Roberto de Artois y el menor a la del hermano del rey, Carlos de Valois.

Isabel quedó tremendamente humillada, y con profundo rencor preparó una trampa donde sus cuñadas iban a caer, como incautos pajarillos.

Seguiremos en la siguiente entrada; esta se está alargando demasiado.

Besos.

martes, 26 de marzo de 2013

El juicio de Dios (I)


Nada de lo que aquí está escrito, pertenece a la imaginación, todo está reseñado en las Crónicas de su tiempo. Lo que sucede, es que la Historia más terrible que cualquier realidad imaginable.

A comienzos del siglo XIV, reinaba en Francia Felipe IV. Era célebre por su asombrosa belleza: sus
ojos, de extraordinarias tonalidades, que iban variando dependiendo de los reflejos de la luz cambiante, no parpadeaban, miraban fijos a su interlocutor, hasta que éste bajaba su mirada, confundido. Pero en realidad no los miraba, veía a través de ellos; su orgullo era tan grande que a nadie consideraba su igual.

Era el amo absoluto; había dominado a los barones de sus dominios, reducido sublevaciones, anulado a los ingleses en Aquitania y había forzado al papado a instalarse en Aviñón. En los concilios, los cardenales acataban sus ordenes. Los Parlamentos dictaban su voluntad.

Tenía su descendencia asegurada, tres hijos varones y una hija casada con el rey de Inglaterra. Varios de sus súbditos reinaban en Europa. Sólo tenía que preocuparse de asegurar sus fronteras. Esto era sumamente gravoso: los impuestos, siempre excesivos, mantenían al pueblo en la miseria,

Nuevas leyes había impuesto a sus nobles. Para evitar la sangría que significaba que los barones, para solucionar sus querellas, siempre estuviesen guerreando, unificó la justicia, con el consiguiente desagrado de los nobles, que sentían sus derechos mermados.

Para llenar el tesoro real alteró el valor de la moneda, gravó los bienes de la Iglesia y expolió la riqueza de los judíos, los cuales prestaban su dinero a un altísimo interés - lo que utilizaban era usura -. Muchos fueron quemados en la hoguera, entre el regocijo de los endeudados y las hordas de menesterosos, que asolaban las ciudades.

Todo estaba bajo el poder del rey. ¿Todo? No, no todo. Existía desde las primeras cruzadas una organización, formada por segundones de las mejores familias, llamada Orden del Temple, y no se plegaba a sus deseos.

Había ido aumentando en poder, era dueña de los grandes circuitos financieros y mercantiles. Eran banqueros de los reyes y depositaros de sus tesoros.

Sus grandes negocios se habían basado al principio en cosas relacionadas con la fe: vendían trozos de la santa cruz, (en cada iglesia importante había uno), despojos de santos, ampollas de sangre, de los llamados mártires, trozos de harapos que éstos vestían, y así fueron llenando las Iglesias de Occidente de las famosas reliquias de Tierra Santa a la vez que sus tesoros rebosaban.

El rey en su juventud había intentado pertenecer a esta orden, pero el el gran maestre de la misma,
Jacobo de Molay, le denegó la solicitud, aduciendo que en sus estamentos estaba prohibido pertenecer a la Orden, a los reyes en el ejercicio de su mandato.

Esa negación más la necesidad de los bienes acumulados por la orden, fue la causante de su perdición.

Espías del rey habían entrado en la orden y ya estaban dispuestos a testificar contra ésta. Juraban que se ejercía la sodomía, la magia negra, que adoraban a un ídolo con cabeza de gato, se ejercía el culto al diablo, se escupía sobre la cruz, y además habían participado en una conjura contra el Papa y el rey. Estaban dispuesto a declarar cualquier cosa.

En un sólo día más de 15.000 templarios fueron muertos, y los que pudieron escapar, se alejaron presurosos de París

Los cuatro dirigentes más importantes de la orden, fueron detenidos y encarcelados en la misma torre mayor de la casa del temple.

Eran cuatro ancianos, que habían soportado toda clase de torturas. Sus cuerpos mantenían la estructura, pero sus espíritus estaban rotos.

Habían firmado todo, todo lo que sus captores quisieron presentarles para su firma; sólo deseaban morir, sin sufrir más, pero la muerte les era esquiva. Cuando sus maltrechos cuerpos parecían recuperarse de sus laceraciones, volvían de nuevo las vejaciones, los martirios sin piedad, sin misericordia.

Por fin, después de siete años de insufrible tormento fueron condenados a muerte en la hoguera. Estaba la firma del rey Felipe el Hermoso, la de su canciller Guillermo de Nogaret, y la del Papa Clemente.

Fueron llevados los cuatro al patíbulo. Dos de ellos, firmaron su arrepentimiento y fueron devueltos a la prisión. Pero... Jacobo de Molay y su gran amigo Godofredo de Charnay no aceptaron las culpas que habían firmado bajo tortura y se aprestaron a morir.

Los pusieron separados y enfrentados para que ambos viesen la torturosa muerte del amigo. El fuego era más fuerte en la hoguera de Molay y pronto comenzó a lamerle las piernas, y el humo de las llamas fue envolviendo rápido su cuerpo.

Los verdugos, que avivaban los fuegos trataron que el tormento de Molay fuese prolongado y a la vez divirtiese a la muchedumbre que se agolpaba en las cercanías.


También el rey y sus hijos desde el hueco de una ventana veían el castigo y oían los gritos de los ajusticiados y del vulgo.

Desde la torre del castillo, también desde otra ventana, Margarita de Borgoña, esposa del heredero, y Blanca de Borgoña, casada con el tercer hijo del rey, junto a sus respectivos amantes los hermanos Aunay, gozaban del espectáculo.

Ya el vulgo comenzaba a impacientarse, los verdugos se lanzaron a avivar las brasas, y el viejo Molay luchador incansable, guerrero de Dios, cuando ya las llamas, rodeaban su cuerpo enjuto y su piel saltaba abierta, chamuscada, sus cabellos como un halo de de fuego y los ojos saliéndose de sus órbitas, gritó con voz atronadora: Felipe, Guillermo, Clemente; yo os emplazo a que antes de un año os presentéis junto a mi en “el Juicio de Dios”. Y tú rey malvado, y tu estirpe seréis malditos hasta la séptima generación.

El rey se retiró del ventanal satisfecho de su obra.

Varios días después, un jinete llegaba al palacio, sudoroso y enlodado, sin haber podido descansar, ni un sólo momento. Traía carta del canciller del Papa, éste se encontraba en camino y sintiéndose fuertemente indispuesto, fue encamado: algo en su estómago no estaba bien. Por más que sus servidores hicieron (entre ello, darle piedras preciosas machacadas) nada se pudo hacer por él.

Cómo os daréis cuenta mis amigos, literalmente fue empujado a la muerte; la Orden tenía muchos seguidores y amigos, la muerte de Jacobo de Molay, iba a ser vengada.

Continuaremos