Nada de lo que aquí está escrito,
pertenece a la imaginación, todo está reseñado en las Crónicas de
su tiempo. Lo que sucede, es que la Historia más terrible que
cualquier realidad imaginable.
A comienzos del siglo XIV, reinaba en
Francia Felipe IV. Era célebre por su asombrosa belleza: sus
ojos, de
extraordinarias tonalidades, que iban variando dependiendo de los
reflejos de la luz cambiante, no parpadeaban, miraban fijos a su
interlocutor, hasta que éste bajaba su mirada, confundido. Pero en
realidad no los miraba, veía a través de ellos; su orgullo era tan
grande que a nadie consideraba su igual.
Era el amo absoluto; había dominado a
los barones de sus dominios, reducido sublevaciones, anulado a los
ingleses en Aquitania y había forzado al papado a instalarse en
Aviñón. En los concilios, los cardenales acataban sus ordenes. Los
Parlamentos dictaban su voluntad.
Tenía su descendencia asegurada, tres
hijos varones y una hija casada con el rey de Inglaterra. Varios de
sus súbditos reinaban en Europa. Sólo tenía que preocuparse de
asegurar sus fronteras. Esto era sumamente gravoso: los impuestos,
siempre excesivos, mantenían al pueblo en la miseria,
Nuevas leyes había impuesto a sus
nobles. Para evitar la sangría que significaba que los barones, para
solucionar sus querellas, siempre estuviesen guerreando, unificó la
justicia, con el consiguiente desagrado de los nobles, que sentían
sus derechos mermados.
Para llenar el tesoro real alteró el
valor de la moneda, gravó los bienes de la Iglesia y expolió la
riqueza de los judíos, los cuales prestaban su dinero a un altísimo
interés - lo que utilizaban era usura -. Muchos fueron quemados en la
hoguera, entre el regocijo de los endeudados y las hordas de
menesterosos, que asolaban las ciudades.
Todo estaba bajo el poder del rey.
¿Todo? No, no todo. Existía desde las primeras cruzadas una
organización, formada por segundones de las mejores familias,
llamada Orden del Temple, y no se plegaba a sus deseos.
Había ido aumentando en poder, era
dueña de los grandes circuitos financieros y mercantiles. Eran
banqueros de los reyes y depositaros de sus tesoros.
Sus grandes negocios se habían basado
al principio en cosas relacionadas con la fe: vendían trozos de la
santa cruz, (en cada iglesia importante había uno), despojos de
santos, ampollas de sangre, de los llamados mártires, trozos de
harapos que éstos vestían, y así fueron llenando las Iglesias de
Occidente de las famosas reliquias de Tierra Santa a la vez que sus
tesoros rebosaban.
El rey en su juventud había intentado
pertenecer a esta orden, pero el el gran maestre de la misma,
Jacobo
de Molay, le denegó la solicitud, aduciendo que en sus estamentos
estaba prohibido pertenecer a la Orden, a los reyes en el ejercicio
de su mandato.
Esa negación más la necesidad de los
bienes acumulados por la orden, fue la causante de su perdición.
Espías del rey habían entrado en la
orden y ya estaban dispuestos a testificar contra ésta. Juraban que
se ejercía la sodomía, la magia negra, que adoraban a un ídolo con
cabeza de gato, se ejercía el culto al diablo, se escupía sobre la
cruz, y además habían participado en una conjura contra el Papa y
el rey. Estaban dispuesto a declarar cualquier cosa.
En un sólo día más de 15.000
templarios fueron muertos, y los que pudieron escapar, se alejaron
presurosos de París
Los cuatro dirigentes más importantes
de la orden, fueron detenidos y encarcelados en la misma torre
mayor de la casa del temple.
Eran cuatro ancianos, que habían
soportado toda clase de torturas. Sus cuerpos mantenían la
estructura, pero sus espíritus estaban rotos.
Habían firmado todo, todo lo que sus
captores quisieron presentarles para su firma; sólo deseaban morir,
sin sufrir más, pero la muerte les era esquiva. Cuando sus
maltrechos cuerpos parecían recuperarse de sus laceraciones, volvían
de nuevo las vejaciones, los martirios sin piedad, sin misericordia.
Por fin, después de siete años de
insufrible tormento fueron condenados a muerte en la hoguera. Estaba
la firma del rey Felipe el Hermoso, la de su canciller Guillermo de
Nogaret, y la del Papa Clemente.
Fueron llevados los cuatro al patíbulo. Dos de ellos, firmaron su arrepentimiento y fueron devueltos a
la prisión. Pero... Jacobo de Molay y su gran amigo Godofredo de Charnay no aceptaron las culpas que habían firmado bajo tortura y
se aprestaron a morir.
Los pusieron separados y enfrentados
para que ambos viesen la torturosa muerte del amigo. El fuego era más
fuerte en la hoguera de Molay y pronto comenzó a lamerle las
piernas, y el humo de las llamas fue envolviendo rápido su cuerpo.
Los verdugos, que avivaban los fuegos
trataron que el tormento de Molay fuese prolongado y a la vez
divirtiese a la muchedumbre que se agolpaba en las cercanías.
También el rey y sus hijos desde el hueco de una ventana veían el castigo y oían los gritos de los ajusticiados y del vulgo.
Desde la torre del castillo, también
desde otra ventana, Margarita de Borgoña, esposa del heredero, y
Blanca de Borgoña, casada con el tercer hijo del rey, junto a sus
respectivos amantes los hermanos Aunay, gozaban del espectáculo.
Ya el vulgo comenzaba a impacientarse,
los verdugos se lanzaron a avivar las brasas, y el viejo Molay
luchador incansable, guerrero de Dios, cuando ya las llamas, rodeaban
su cuerpo enjuto y su piel saltaba abierta, chamuscada, sus cabellos
como un halo de de fuego y los ojos saliéndose de sus órbitas,
gritó con voz atronadora: Felipe, Guillermo, Clemente; yo os emplazo
a que antes de un año os presentéis junto a mi en “el Juicio de
Dios”. Y tú rey malvado, y tu estirpe seréis malditos hasta la
séptima generación.
El rey se retiró del ventanal
satisfecho de su obra.
Varios días después, un jinete
llegaba al palacio, sudoroso y enlodado, sin haber podido descansar,
ni un sólo momento. Traía carta del canciller del Papa, éste se
encontraba en camino y sintiéndose fuertemente indispuesto, fue encamado: algo en su estómago no estaba bien. Por más que sus
servidores hicieron (entre ello, darle piedras preciosas machacadas)
nada se pudo hacer por él.
Cómo os daréis cuenta mis amigos,
literalmente fue empujado a la muerte; la Orden tenía muchos
seguidores y amigos, la muerte de Jacobo de Molay, iba a ser
vengada.
Continuaremos