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jueves, 27 de septiembre de 2012

Ella, él y la otra. (I)


Ella.

Mira, ves ese hombre, alto, delgado, sí, con el pelo rubio, que ha comprado tarta de manzana. A mí nunca me la compraba… Está muy pálido, ¿verdad? Claro que le conozco, es mi marido. Bueno, no... Es mi ex marido. Hace cinco años que nos divorciamos. 

Suelo acercarme cada tarde a esta cafetería. Su té es delicioso y también los dulces. Antes venía con él; ahora, a veces coincidimos, pero... no hablamos. Espera, dame un pañuelo, se me ha corrido la pintura de este ojo… ¿Que si lloro? para nada, qué cosas tienes.

¿Quieres que te lo cuente? no me importa, verás: Nos casamos muy enamorados, bueno...al menos yo. Éramos de un nivel social similar, aunque él, su familia, mucho más rica. Me esforcé por estar a su altura, por hacer que todo resultase perfecto a su alrededor, la casa, su ropa, los amigos, en fin...
Nos conocimos en una fiesta, y al poco tiempo nos casamos, ya te he dicho que yo estaba muy enamorada. Una semana después, empecé a notarle frío; me trataba con cariño, con afecto, pero no había pasión. El tiempo pasó deprisa, y él continuaba igual. Sabía que tenía su cuerpo, pero su alma no. Y, yo... quería todo, como un paquete, no deseaba un cuerpo sin alma... y me esforzaba, y me esforzaba...

Él se daba cuenta de mi lucha, y me dijo así: no te esfuerces, no me quieras tanto, los hombres no necesitamos el amor, para nosotros es algo accesorio, algo prescindible, esa es la verdad, y yo te quiero a mi manera, no te preocupes más.

Nunca celebramos ningún aniversario. No es que fuese tacaño, no, a veces me regalaba una joya, por Navidad, o una piel, o cosas carísimas que yo no necesitaba. Mis deseos eran otros, una rosa, un libro o un cucurucho de castañas en invierno, pero... parece que con esos presentes quería compensar, el amor que no me daba.

Y la vida transcurría, y no podía soportarlo más. Un día fui a casa de mi suegra. Vivía cerca de nosotros desde que había enviudado, en un piso más pequeño; el anterior era demasiado grande para ella y una mujer que la atendía, desde hacía muchos años.

Y le pregunté: “madre, ¿su hijo quiere a otra mujer?” Me miró con los ojos agrandados. Vi en ellos miedo y temor, -“hija, qué cosas tienes, claro que no. Él te quiere mucho y lo sabes, los hombres, no sienten como nosotras”. Cambió de conversación, y callé...
Y el tiempo que nada cura, sólo pone polvo sobre las almas, pasaba. 

Tuvimos un hijo, le queríamos ambos, pero de forma distinta. Él preguntaba, cada día a la niñera, los progresos de su hijo, pero no se acercaba a su dormitorio. Y yo, yo le quería porque significaba un lazo que me ataba a su padre.

Nos fuimos de viaje, un día, con la íntima intención de mejorar nuestras relaciones; el niño se quedó con su abuela. Nada mejoró. 

Volvimos, y nuestro hijo ardía en fiebre, nada se pudo hacer. Día y noche permanecí a su lado, sin comer, sin dormir, sintiéndome culpable de no haberle amado por sí mismo y no en función de su padre. Y mi esposo me miraba, con reproche, con odio en su mirada.

Murió el niño con dos años de edad; una estúpida enfermedad infantil, se lo llevó. 

Caí enferma, ya no quería vivir; ingresé en un hospital. Cada día él después de su trabajo, iba a verme. Su madre, permanecía muchas tardes a mi lado haciéndome compañía. De nuevo un día le pregunté: “Madre, dígame la verdad, ¿tiene su hijo una amante? y si es así, ¿debo divorciarme de él?” Sus manos temblaban y la prenda que cosía cayó al suelo. “Hija, ¡calla por Dios! No tiene ninguna amante, tú eres la compañera ideal para él ¿qué crees que es el amor? Sólo es costumbre, convivir al lado de otro ser, al que con el tiempo te acostumbras. ¿Acaso piensas que yo estaba enamorada de mi marido? No, pero fui feliz. Un matrimonio  es para siempre, no vuelvas a pensar eso”.

Me recuperé y volví a casa. Con la excusa de dejarme descansar, se cambió a otro dormitorio, y yo lloraba por dentro: necesitaba su cuerpo, su piel, su olor...

Un día me llamó por teléfono: se había olvidado de su cartera y mandaba a un muchacho de su empresa para recogerla. Había tal premura en su voz, tal inquietud, tal angustia... Jamás había mirado en sus cosas, pero algo, un sexto sentido, me hizo mirar en su interior. Tenía un compartimento cerrado, y dentro, una cinta, de color malva, ni corta ni larga, ni usada, ni sobada, sólo era una cinta que resultaba imprescindible para él.

Entonces me di cuenta que había otra mujer, y me juré encontrarla, donde fuese, donde estuviese, daba igual. Sabía que la tenía que encontrar.

¿Te apetece otro té? ¿Y un pastel? Ya sé que lo ignorabas todo, que fueron unos años en los que no nos comunicábamos, realmente no sé por qué. Lo entiendo, tú nunca has tenido una relación, larga, no te casaste, tú te burlas del amor. Quizá eso sea lo mejor, de esa forma no se sufre… Vale, voy a continuar.

Siempre he pensado, que cuando quieres encontrar a una persona, debes empezar, mirando a tu alrededor, y relacionar a las personas buscando alguna conexión con el pasado. Me fui a casa de mi suegra, para preguntarle sobre los antiguos amigos de su hijo.

No estaba, me abrió la puerta, la mujer que la atendía, y por primera vez la miré con atención, y supe que era ella, porque de su cuello un relicario colgaba, sujeto por una cinta malva. Di un tirón de él y lo abrí; había una foto suya y otra de mi marido. Ambas eran antiguas, debían tener más de quince años; ella parecía tener como dieciséis años y él, treinta y cinco.

Con un gesto me hizo entrar en su dormitorio. Era normal, austero, sin pretensiones, sin adornos superfluos. Le pregunté si era su amante y me dijo que nunca lo había sido, que él se lo había pedido, pero no aceptó. La creí, su gesto era duro, sus rasgos altivos, de mujer que lo quiere todo, o nada. Me dijo que estaba cansada, que se iba a marchar a otro país. Tuve que prometerle que nada de esto le diría a él.

Y se marchó. Mi marido, enloqueció; contrató detectives, pero nada dio resultado, como si se la hubiese tragado la tierra. Él se estaba dejando morir: ni iba a su trabajo, ni leía, ni salíamos, todo era un esperar. Y yo, sólo deseaba que terminase todo de una vez, no quería verle morir. ¡Por Dios, que sucediese algo!

Y después de dos años, en esa espera enloquecedora, una tarde, el teléfono sonó. Era ella. Se lo di. Él habló durante unos momentos y salió de la casa sin mirar atrás.


Esa fue la última vez que estuvo en casa, ya nunca más volvió. Unos meses más tarde llegó el divorcio. ¿Que si fue amigable? Creo que un divorcio, es un divorcio y me parece absurdo que después de estar en el juzgado, se vayan a comer juntos, como si nada hubiera pasado. ¿Y sobre el reparto de bienes, dices? Mira pues igual: me quedé con todo, y porque no había piano, que si lo hay, también me lo quedo.



Bueno, es hora de marcharnos; mira, están recogiendo las mesas, y no me gusta llegar tarde a casa.