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lunes, 13 de septiembre de 2010

De todo un poco










 Hace tiempo que no me comunicaba con vosotros, mis amig@s. Durante este espacio ha sido mi descumpleaños. Ya sabéis que estoy en recesión y hasta que mi edad, mi mente y mi cuerpo estén en sintonía, iré quitándome años, y los bisiestos quizá cuatro. Tampoco creáis que me voy a pasar. Tengo espejos y soy imparcial.



Sabéis que mi intención al escribir este blog, era divertiros y divertirme a mi vez. Pero hay algo más: Iba al psicólogo desde hace años. Después de bastante tiempo, llegó ella a una conclusión, que yo me negaba a admitir. Pero… pensándolo con calma y desapasionadamente me dí cuenta, que era real la situación que la psicóloga me expuso.

Por aquel entonces, estaba enfrascada en la lectura de una biografía de Alejandro Magno. A este famoso conquistador macedonio, en Gordión, intentaron unos ciudadanos poner una trampa a Alejandro. Le presentaron un nudo para que lo deshiciese y él, que no estaba para tonterías, sacó su espada y cortó el nudo violentamente. Desde entonces, un problema de difícil resolución y que se soluciona de forma expeditiva, es llamado Nudo Gordiano. Me encontré en una situación como la que describo. Sabéis que tengo armas, espadas que no son precisamente de juguete, pero… me parecía una brutalidad llegar a ese extremo, y lo arreglé amig@s, con algo más afilado: mi propia lengua.

No obstante, como no soy nada religiosa, agnóstica sí, y no tenía psicóloga, pensé que si os contaba a vosotros mis peripecias, estaría más tranquila y podríais ayudarme dándome ideas para avanzar como ser humano.

Y ahora amig@s , paso a relataros un suceso que me acaeció hace unos días, podéis creerlo o no, os juro que fue verdad. Los de la comuna se han desternillado de risa, aunque estoy segura que algo creen en su interior.

Veréis: suelo ir todos los días al circuito donde se pone la feria en las fiestas. Sabéis que tiene un espacio muy amplio para caminar, máquinas de deporte para adultos y está lleno de árboles.

Me encontraba sobre una de estas máquinas haciendo espalda. Mis ojos miraban al cielo, los tenía cubiertos por unas enormes gafas (como tambien me pongo una gorra, ahora tengo medio rostro blanco y el resto morenito, como una cebra estoy), vale pues… de pronto… entre el follaje de dos árboles, en mis gafas, se reflejó un rayo de sol. En ese momento, dejé de percibir mi cuerpo. No lo notaba; podía ser como una partícula de arena o cualquier hierbajo de los que crecen en el suelo; estaba fusionada con la naturaleza, era una cosa más. La mente vacía, ni un solo pensamiento, sólo paz, tranquilidad y plenitud. En ningún momento de mi vida, he tenido una sensación semejante. No sé el tiempo que duró, pero… ¡me gustaría tanto que me volviese a suceder! No creáis que lo considero una experiencia religiosa ¡no! nada de eso. Lo considero como un estado inconsciente de percepción quizá espiritual, pero no otra cosa.

En la entrada anterior os dije que estaba bajo los efectos de una depresión, he podido salir de ella con la ayuda de la comuna.

Fue por una tontería. Me puse a recordar momentos desagradables de mi vida, y además hice daño a una persona sin yo quererlo y eso me produce mucha angustia. Prefiero (aunque digáis que soy boba) ser yo la dañada. Considero que en el fondo soy muy fuerte y puedo recibir (figuradamente) más golpes que otros seres igualmente sensibles.

Quiero empezar a contaros de qué forma tan simple comencé a alejarme de la religión católica, que era la única permitida en España en mis tiempos juveniles. Un domingo, de invierno muy frío y gris, normalmente solía levantarme pronto para ir a misa. En aquel tiempo, las personas no se cambiaban de ropa interior y exterior todos los días, esencialmente porque había que lavar a mano (nosotros teníamos una señora que venía a lavar y hacer el resto de las cosas, pero lo normal no era eso). Tampoco teníamos tanta ropa, y una era dedicada exclusivamente a los días festivos. Las casas estaban heladas, y yo me cambiaba de ropa interior dentro de la cama. Ya vestida, con un abrigo negro cubriéndome el cuerpo, salí para el templo. Todavía el día estaba oscuro, las calles vacías. De pronto… noté que algo me impedía el paso, y cuál no sería mi horror, cuando vi que la camiseta sucia estaba cayendo hacia el suelo. ¿Os imagináis una jovenzuela de catorce o quince años, presumida al máximo (coqueta no) pues en ese tiempo, a esa edad, ni se nos pasaba por la mente salir con chicos? Volví a casa destemplada y llorosa. Durante días, no salí de casa, y a la iglesia no podía volver, primero me sentía culpable por alejarme de ella. Después, ya con la perspectiva de la lejanía, comencé a hacerme preguntas aún no muy elaboradas.

Por ejemplo: ¿Por qué era la ceremonia tan repetitiva? Creo que el sacerdote tenía unos apuntes, para todo el año, y cada domingo repetía lo mismo que en esa fecha el año anterior. No os extrañe que recuerde estas cosa pues… una persona joven, recuerda bastante si está interesada en un tema.

¿Por qué no quería la Iglesia que los fieles leyésemos la Biblia, cuando los protestantes la tenían como libro de cabecera?

¿Por qué el sacerdote, celebraba la misa en Latín, ( que sólo él entendía, y creo que tampoco, pues era algo burro) y de espaldas a los congregados? Parecía que estaba haciendo magia.

¿Cómo podía Dios pedir a Abraham que sacrificase a su propio hijo?



¿Qué tipo de Dios era un ser que le gustaba los sacrificios sangrientos?

¿Teníamos todos los humanos que pagar por un hecho que parece ser realizaron Adán y Eva? ¿Tienen que pagar los hijos, por los errores de los padres? ¿Y Dios, si no quería que comiesen de ese famoso árbol, por qué lo puso en el Paraíso como una tentación?
¿Es malo querer saber o preferible vivir en la ignorancia?

¿Y Caín? ¿Qué razones aducía el Ser Supremo para que viese con desagrado los sacrificios de frutos que Caín le ofrecía? La situación era como puede ser ahora cuando un padre sólo está interesado por un hijo, y desprecia al resto. Al final los hermanos nunca, nunca, lograrán tener relaciones de afecto. Y se pueden presentar situaciones extremas, por esa falta de equidad.

¿Y qué me contáis del pobrecito Job? Era fiel, ponía el corazón en su Señor, el cual le colmaba de bienes de todo tipo. Pero… parece que Dios y Satanás hicieron una apuesta a costa del paciente Job. El Ángel Caído, se dedicó a quitarle todos los vienes, matar a sus hijos y esposa, llenarle de llagas purulentas el cuerpo, y ni aun así consiguió el Maléfico que Job se separara de la senda de Dios. Este, devolviole las riquezas, otros hijos y otra esposa. Pero… ¿pensáis acaso, que Job estaría feliz? Sí, quería a los nuevos hijos, pero… continuamente, estaría recordando a los anteriores que habían muerto. Creo que fue una apuesta muy desagradable, y con ella (la Iglesia no nos enseña nada) sólo la crueldad de unos seres que suponemos nos dominan.

Después está el hijo pródigo que se va a vivir la vida, sin mirar hacia atrás. Allí quedaban los restantes para cuidar a su padre y ocuparse del trabajo. Cuando este veleta se cansa, o se queda sin un óbolo, vuelve a casa de su padre, quien lo recibe con los brazos abiertos, organizando una gran fiesta para festejar su vuelta, y ya tenemos, los rencores y las envidias porque el padre, sólo ve por los ojos del hijo pródigo, y a los otros, ni caso. ¿Qué enseñanza podemos sacar de aquí? Ninguna pues ese padre ha dejado de lado a los hijos que le estaban cuidando en su ancianidad, les ha ninguneado, por “la veleta” que ha vuelto.

Y así podría estar contándoos toda la noche, con mis pensamientos juveniles y poco elaborados como antes os dije.

Este tema promete ser largo y lo continuaré en la próxima entrada.

Hasta pronto, mis querid@s amig@s.

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